Cuando se es joven se venera o se desprecia indiscriminadamente, sin tomar el concepto de valor del matiz, que es el mejor beneficio de la nada. Pagar un alto precio por no haber sabido oponerse a los hombres y a las cosas más que con un sí y un no, se considera justo; todo está dispuesto en el mundo para que el peor de los gustos, el gusto de lo absoluto, sea cruelmente burlado y escarnecido. La inclinación a la cólera o a la veneración, propia de la juventud, no parece darse reposo hasta despuès de haber desfigurado las cosas y los hombres, lo cual les sirve de desahogo. La juventud tiene, por naturaleza, una inclinación a falsear y a engañar. Cuando el alma joven, torturda torturada por mil desiluciones, se vuelca al fin llena de sospechas contra ella misma, se desgarra con impaciencia ardiente y violenta, y en sus remordimientos se venga de su larga ceguera, como si esta hubiese sido voluntaria. En esta edad de transición, se castiga uno a si mismo, desconfía de su propio sentimiento; se inflige a su entusiasmo el tormento de la duda; la buena conciencia aparece como un peligro, como un velo y, ante todo, se toma partido, pero a fondo, contra la juventud: ¡Diez años más tarde nos percatamos de que todo aquello era también…juventud!
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