Ilustres oyentes, aquellos de vosotros a quienes en este momento saludo como a mis oyentes, y que quizá no hayan oído hablar de mi conferencia, pronunciada hace tres semanas, deberán permitir ahora que los introduzca, sin otros preparativos, en medio de un diálogo serio, que había yo comenzado entonces a referir, y cuyos últimos desarrollos recordaré hoy. El individuo más joven, que acompañaba al filósofo, había debido excusarse un poco antes, de modo lealmente confidencial, ante su importante maestro, y explicar los motivos por los que, presa del desánimo, había abandonado su posición anterior de profesor, y pasaba su tiempo desconsolado, en una soledad escogida espontáneamente. La causa de semejante decisión había que atribuirla a todo menos a una presunción orgullosa.
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